En las primeras obras realizadas por Antoni Tàpies, a mitad de los años cuarenta, el rostro tiene una presencia destacada. Ya sea situado en el centro de la tela y rodeado de cierta aureola, o bien invertido y esquematizado, como un ejercicio de autorretrato o trazado con gesto elemental, adquiere una insistencia y una centralidad que el propio artista relaciona con la noción de talismán o de icono. Más que representar o reproducir cosas, pronto se dio cuenta que el mismo cuadro debía ser una cosa, un objeto cargado de energía que desencadena emociones en el espectador. “Yo decía en sentido figurado que 'el valor de presencia' debía ser tan fuerte como el de un talismán o el de un icono que, tan sólo tocándolos con la mano o aplicando en ellos el cuerpo, hacen sentir sus efectos benéficos.” Refiriéndose a estos primeros años, el artista recordaba en su libro Memoria personal: “Surgía ya un sentimiento que denotaba la idea con que él –el hombre– creaba también la realidad, ya que le era imposible captarla con las únicas armas de los sentidos o de la razón normal. Por eso me parecía necesario darle la vuelta a la visión.”

OBRAS EN LA COLECCIÓN DE ANTONI TÀPIES

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