«Para ser, la vida necesita de algún modo que se la atienda.»1 La crisis sanitaria, ecosocial o del contacto nos reta como especie a aprender nuevas formas de convivencia donde podamos encontrarnos para buscar soluciones comunes. ¿Cómo se vincula la cultura con la vida? ¿Qué podemos aportar desde los espacios museísticos y de mediación al momento presente? ¿Cómo sumar el potencial imaginativo, poético y crítico de los procesos artísticos a la contingencia del ahora?

En la confluencia del arte y la educación se abre una práctica liberadora donde ensayar el presente y especular sobre futuros posibles. La escuela, como el museo, son instituciones de control de saberes legitimados, pero también de experimentación y encuentro, con capacidad de emancipación y potencia transformadora. Si queremos integrar en ellas la vida, tenemos que enseñar y aprender con lo que nos pasa, relacionarnos desde la duda, el miedo, la fragilidad o el amor. Movilizar otros saberes que permitan procesos no jerarquizantes y reconocer la intuición, los afectos o lo invisible como conocimientos legítimos.

Hoy sabemos que el pensamiento se desencadena desde la emoción, que el aprendizaje sucede en cualquier lugar, que la postura corporal condiciona la manera de pensar, y que aprender es siempre un aprender con el cuerpo. El cuerpo nos recuerda quiénes somos y en qué posición estamos en el mundo: «Es el verdadero lugar de referencia, memoria, imaginación e integración.»2 Los sentidos intensifican la experiencia con el entorno y nos revelan sensibilidades únicas y diversas en la manera de comprehender el mundo. Pero, ¿qué mundo?

Vivimos en un planeta agotado y poblado de materia, de procesos, de múltiples formas de vida entre las que se dan una infinidad de relaciones posibles. Nuestro cuerpo no está solo ni es autónomo y –como cualquier forma de vida– es vulnerable, finito y exige cuidado, entendiendo el cuidado como todo lo que hacemos para mantener, reparar nuestro mundo y sostener la vida.3 El virus es un ejemplo de cómo nuestra existencia es interdependiente y frágil, y de hasta qué punto es necesario que aprendamos a convivir de manera más sostenible, solidaria y exitosa con todo lo demás.

La mediación artística, por su parte, es intrínsecamente relacional, un ejercicio constante de poner en juego lo material, los saberes, las personas. Además, integra una dimensión performativa que atañe directamente a los cuerpos, lo cual ayuda en la comprensión del arte y de la vida y permite generar pensamiento crítico desde la experiencia. La mediación también implica cuidado, ese quehacer ético y afectivo desde donde se abren procesos de relación y comunidad, es decir, de posibilidad.

En tiempos inciertos y de disenso, cabe ofrecer una educación y unos museos amables y porosos, que respondan como cuerpos activos y de escucha, que se dejen afectar por la vida más próxima, que se dejen tocar por el barrio sin dar la espalda al conflicto. Quizás ello suponga el fin de la historia del arte y de las formas, el colofón de las disciplinas y las jerarquías, y en su lugar emerja una cultura dinámica, híbrida y colectiva que genere relaciones florecientes y cuidadosas para aprender formas de vida.

Teresa Rubio es mediadora cultural, educadora artística y artista del collage.


1 María Puig de la Bellacasa: Matters of Care. Speculative Ethics in More Than Human Worlds. Minneapolis: University of Minnesota Press, 2017.
2 Juhani Pallasmaa: Los ojos en la piel. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2014 (2ª edición ampliada).
3 Joan C. Tronto: Moral Boundaries: A Political Argument for an Ethic of Care. Nueva York: Routledge, 1993

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