Desde sus primeras obras en los años cincuenta hasta sus últimas instalaciones públicas en los años noventa, la escultura de Eduardo Chillida puede entenderse como un diálogo continuado con el espacio, el vacío y la idea de límite. Ya se trate de grandes composiciones escultóricas o de volúmenes más pequeños, a Chillida le interesa el espacio interior; no aquel que quedaría más allá de las formas y la materia, sino el espacio que estas generan en su seno. Un espacio en el sentido físico, pero también cercano a la noción de conciencia y visión interior.  En esta trayectoria, los años ochenta aportan monumentalidad a su trabajo con obras de mayor dimensión que ocupan el espacio de manera orgánica. Es el caso de Iru Burni, de 1986. Realizada a partir de grandes láminas de acero (uno de los materiales preferidos de Chillida desde que, enlazando con la tradición artesanal e industrial del País Vasco, empezó a utilizarlo en 1959), muestra esa transición hacia las grandes dimensiones.  Chillida plantea tres piezas de hierro de más de un metro de altura que dialogan a cierta distancia una de otra. Iru Burni se integra en una serie homónima en la que adquiere gran importancia el espacio interior que se crea entre las distintas formas. Ligeramente geométricas y con algunas incisiones y oberturas también geométricas, por su monumentalidad, su disposición y la energía que emana de ellas, la obra evoca el antiguo mundo de los tótems y las grandes construcciones megalíticas.