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La última edición del Festival Internacional de Cine de Venecia concedió a Aleksandr Sokurov la máxima distinción. El cineasta ruso fue galardonado con el León de Oro por su película Fausto (2011). Con este largometraje Sokurov completaba una tetralogía sobre el poder. En las entregas previas había abordado figuras como Hitler, Lenin y Hirohito, iconos de un autoritarismo ensimismado. La controversia generada entre la crítica de cine a raíz de este premio reveló una vez más el carácter polémico de su obra. Acusado de practicar un cine indulgente desde el punto de vista estético, sus fans lo han considerado artífice de una obra imprescindible para entender la complejidad que encierra la historia de la Rusia postsoviética. Aclamado unánimemente por El arca rusa (2002), una proeza fílmica que despliega sin interrupción y a través de las salas del Ermitage un plano secuencia de 87 minutos, la filmografía de Sokurov se ha distinguido por mantener una productiva relación con la tradición de la pintura europea.

Aleksandr Sokurov (Podorvikha, Siberia, 1951) responde a una tipología de cineastas que han naturalizado la presencia del cine en los museos. Numerosos directores de
cine contemporáneos como Jean-Luc Godard, Pedro Costa o Apitchapong Weerasethakul han sido objeto de exposiciones durante las dos últimas décadas. La introducción del cine ha modificado la experiencia del museo hasta expandir los límites de la historia del arte, corrigiendo las formas de atención con las que el espectador se disponía a recorrer las salas y proponiendo un empleo del tiempo distinto al que reclamaban las imágenes estáticas. A partir de esta irrupción, la institución museística también ha tenido la oportunidad de utilizar el cine para pensarse críticamente. Las Series militares de Sokurov, un conjunto de tres películas que alcanzan una duración aproximada de diez horas, se han convertido en emblema de este nuevo cine de exposición. Sus imágenes siguen asociándose a un cine exigente con el espectador, y su duración –que a veces puede llegar a resultar extenuante– continúa desafiando las convenciones horarias del museo.

A finales de los años noventa, Aleksandr Sokurov realizó Sueño del soldado (1995), Voces espirituales (1995) y Confesión (1998), películas que conforman las llamadas Series militares. A estos tres títulos, que desde 2004 forman parte de la Colección MACBA, se añade en esta ocasión Elegía de un viaje (2001), concebida como una travesía que nos lleva desde Siberia hasta las salas del Museo Boijmans Van Beuningen de Róterdam. Este último título, que en el recorrido de la exposición se presenta como un epílogo a las Series militares, constituye la primera producción encargada por un museo a Sokurov. Las cuatro películas comparten una nueva estética documental que combina la experiencia empírica del lugar con un lirismo espiritual y sombrío. Sueño del soldado –una breve pieza de diez minutos extraída del final del tercer capítulo de Voces espirituales–, y los cinco capítulos del metraje total de Voces espirituales –cuya duración se extiende a cinco horas y cuarenta y tres minutos–, relatan una prolongada estancia en un puesto fronterizo entre Tayikistán y Afganistán. La omisión de informaciones factuales, como las que a menudo se propagan a través de los medios de comunicación, y las dilatadas secuencias con las que se representa la rutina de los soldados, sitúan al espectador frente a una cadena enigmática de acontecimientos. Ni siquiera las noticias sobre la guerra de Afganistán, persistentemente difundidas, consiguen romper la fuerza de estas imágenes con las cuales Sokurov aspira a crear un nuevo acontecimiento, que no es otro sino el que tiene lugar durante la contemplación de la película.

Confesión, rodada a finales de otoño de 1997, a bordo de una patrulla naval que surca las aguas del mar de Bárents en la región de Múrmansk (el mismo lugar que más tarde, en el año 2000, fuera testimonio del hundimiento del submarino Kursk), comparte con Voces espirituales una estructura literaria basada en el dietario. Si Voces espirituales se completa con el subtítulo De los diarios de guerra, Confesión añade Del diario del comandante. Asimismo se repite un orden de cinco capítulos en cada una de ellas, lo que más allá de una unidad narrativa sugiere una secuencia de movi mientos musicales. Estas monumentales visiones del aparato militar ruso, a la vez sublimes y abyectas, carecen de clímax narrativo. Los acontecimientos se suceden sin sobresaltos y sin desenlace aparente. Incluso en los momentos de acción bélica, tal como ocurre en el cuarto capítulo de Voces espirituales, el enemigo está ausente. La voz del narrador en estas películas de tema militar arrastra un carácter reflexivo e intimista que sugiere un conflicto interiorizado, propio de una subjetividad masculina y de hábitos castrenses. En este sentido, las biografías de Sokurov recuerdan a menudo que su infancia transcurrió en el seno de una familia integrada en la institución militar y concitan –de forma parecida– la admiración que el cineasta siempre sintió por el medio radiofónico, la forma más popular de acercamiento a la literatura y a la música en la antigua URSS.

La ausencia de referencias espaciales y temporales que nos permitirían anclar las imágenes en el conflicto afgano o en las operaciones navales de vigilancia fronteriza se compensa con el recitado de fragmentos literarios y alusiones musicales. Del mismo modo, el estado de guerra permanente que se respira en estas piezas se plasma mediante la construcción de un tiempo que elimina cualquier indicio cronológico, excepto el paso de las estaciones y las varia ciones atmosféricas que dan lugar a composiciones de corte sublime. El encadenado de ideas y estados de ánimo corre en paralelo a un impetuoso flujo de imágenes que se refieren a situaciones tan reales como las que provoca un enfrenta miento armado, y sin embargo, en este desbordante metraje se impone un ritmo a la vez elegíaco y ensayístico, lento y meditativo. Sokurov entiende su práctica documental como un comprometido ejercicio de convivencia diaria con los individuos que forman parte de la institución militar. El cineasta comparte las mismas vicisitudes que les afectan a ellos, hasta el punto de creer experimentar momentos de empatía. "No me siento excluido por ellos", declara la voz del autor, "pero tal vez me equivoco al pensar que me he convertido en uno de ellos".

Elegía de un viaje, la última de las películas que completan el recorrido de esta presentación de los films de Sokurov, lleva la práctica documental a una abstracción aún mayor de lo que hemos visto en Voces espirituales y Confesión. El viaje a través de Europa se convierte en un trayecto que acumula imágenes, como si estas constituyeran una auténtica geografía. El film concluye en una pintura de Pieter Saenredam, La plaza de Santa María y la iglesia de Santa María de Utrecht (1662), donde Sokurov experimenta su particular epifanía. La incertidumbre destruye en este punto todo rastro de un estilo documental realista. Si antes la identidad rusa se debatía en los confines de la nación, ahora la identidad europea no resultará menos vaga e imprecisa en esta secuencia de evocaciones visuales y sonoras. A lo largo de sus 47 minutos de duración se suceden escenas de guerra y destrucción en Chechenia, pasos fronterizos, bares de carretera y galerías de museo por las que deambula el autor. Europa se reduce a una frágil representación que Sokurov no intenta descifrar en clave política, sino estética. La figura del cineasta emerge, poco a poco, como una silueta que se mueve de espaldas a la cámara. La mano del realizador se posa sobre la tela de la pintura, un gesto con el que intenta aprehender táctilmente el lugar que describe el cuadro de Saenredam. En ese momento la realidad propia del documental se identifica con su dimensión pictórica.

La ilusión de dotar a las imágenes de una presencia física y palpable toma cuerpo en estas Series militares tanto como en Elegía de un viaje. La nieve persistente en estas obras se convierte en un filtro natural. Su efecto empalidece los objetos y los disuelve, de modo que el aspecto monocromo que tanto caracteriza la filmografía de Sokurov no solo añade un halo de nostalgia a sus producciones, sino que refuerza la autonomía estética de su cine. Voces espirituales fue una de las primeras producciones filmadas en vídeo, como lo serán el resto de las incluidas en esta exposición. El uso de lentes que achatan la profundidad de campo de la fotografía, así como todo tipo de manipula ciones que ensucian la definición, contribuyó a un resultado que muchos críticos han equiparado al pictorialismo del siglo xIx. Con el nuevo dispositivo de proyección en el espacio museístico, el espectador deambula libremente entre unas salas y otras, recrea un montaje propio pasando de película en película y cataliza un acontecimiento específico, distinto del que se representa en las imágenes. Al proyectarse sobre las paredes del museo, la obra de Sokurov deja atrás las restricciones habituales de la sala de cine.

Organización: Museu d'Art Contemporani de Barcelona (MACBA), como parte de un proyecto de colaboración con el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) y la Filmoteca de Catalunya. Producción: MACBA y MoMA PS1.


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