Josep Grau-Garriga fue un artista clave en la renovación del tapiz y el arte textil contemporáneo, tanto en el ámbito nacional como internacional. Tras formarse en pintura, dibujo, escultura y grabado en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios y en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona, hizo algunas incursiones en la pintura mural y el vitral artístico adaptados al espacio arquitectónico de varios edificios del territorio catalán. En 1957 empezó a trabajar con Miquel Samaranch en la manufactura Aymat de alfombras y tapices; desde allí ideó, al año siguiente, la Escola Catalana del Tapís, que le permitió poder trabajar con artistas como Joan Miró, Josep Maria Subirachs y Antoni Tàpies.

En 1957, y en relación con su trabajo en la Casa Aymat, Grau-Garriga hizo su primer viaje a París, donde conoció a Jean Lurçat, maestro renovador del tapiz a partir de una relectura del tapiz gótico, por el que sentía fascinación. Tras un par de años de creaciones influenciadas por este artista francés, en 1959, impresionado por el informalismo matérico y gestual de Jean Dubuffet, empieza a cuestionar su práctica y reconduce sus investigaciones hacia el peso de la materia como elemento clave para conseguir la autonomía de lo textil en tanto que obra de arte. A partir de ese momento, introduce en sus tapices nuevos materiales de carácter más cercano y menos «noble», como pueden ser el yute, la cuerda, o el hilo metálico. También empieza a combinar hilos de distintos grosores y a usar la técnica del nudo de alfombra, de modo que la materia comienza a expresarse por sí misma en sus obras.

Esta búsqueda de la liberación textil y los juegos volumétricos de los materiales empleados conducen al artista hacia una experimentación progresiva de la relación del tejido con el espacio, que desemboca en un abandono paulatino de la rigidez y la bidimensionalidad características de los tapices y, en consecuencia, del uso del telar y de los cartones preparatorios para su confección. Por eso las obras que lleva a cabo a partir de los años setenta muestran un carácter radicalmente diferente y de técnica liberada: son piezas cada vez más tridimensionales, que se alejan de su presentación sobre el muro, crecen en formato y pasan a ocupar el espacio en el que están instaladas. En ese momento, las obras dejan de ser puramente descriptivas y se revisten de un valor simbólico que, si bien durante los primeros años tendrá un carácter épico, acabará consolidándose en una vertiente más íntima y poética, surgida de los colores y de las composiciones realizadas. En esta nueva simbología también ejercerá un papel clave la introducción de materiales y objetos vinculados a su vida diaria personal y profesional, como sacos de arpillera, piezas de tejido de la fábrica, prendas viejas de sus familiares y recortes de periódicos.

A partir de los años setenta, alentado por esa ocupación progresiva del espacio y por la exploración del factor tiempo en la experiencia perceptiva de la obra, el artista empezó a realizar un conjunto de environnements efímeros en espacios interiores de edificios monumentales y también en espacios públicos de todo el mundo, como la Arras Gallery de Nueva York (1971), el Centre Culturel du Marais de París (1975), la pista de esquí de Sugarbush en Vermont (1978), la Montgomery University de Washington (1979), el Instituto Francés de Barcelona (1984), el Castellet de Perpiñán (1984) y la catedral de San Nicolás de Alicante (1985), entre otros muchos. Estos environnements, que siguió desarrollando durante toda su vida, se basaban en composiciones textiles que se expandían por el espacio e interpelaban al espectador, que se convertía en partícipe de la obra por el hecho de habitarla y circundarla. En algunos casos este carácter participativo se concretaba todavía más, ya que se partía de un proceso de creación colectiva y colaborativa que se materializaba en la realización de workshops previos con colectivos diversos, en los que Grau-Garriga reivindicaba el carácter pedagógico del arte e invitaba a los participantes a construir esas creaciones efímeras.

A lo largo de su carrera, Grau-Garriga combinó la creación textil con la producción artística en otros medios, en especial en formato de pinturas, dibujos y collages de carácter introspectivo y clara tendencia a la abstracción. Con estas obras, realizadas con gesto rápido y que prestan gran atención al detalle, el artista reflexionaba sobre el inconsciente y las emociones, no solo vinculadas a su vida personal, sino también al acto creativo.

Desde 1964 el trabajo de Grau-Garriga ha podido verse en numerosas instituciones de todo el mundo, como The Museum of Fine Arts de Houston (1970), el Museo Rufino Tamayo (México D.F., 1987), el Palau Robert (Barcelona, 1988) y el Musée Jean Lurçat d’Angers (1989 y 2002). Recientemente su obra se ha expuesto también en la 22 Bienal de Sídney (2020).

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