Existe un arte lector que incorpora la escritura y la textualidad como una propuesta experiencial. Un arte que toma la palabra como un dispositivo artístico y el registro visual como un activador semántico. Un camino de ida y vuelta entre imagen y palabra transitado ampliamente por los artistas. Algunos optan por explorar el poder del aforismo, como la contundente y lacónica Silla Zaj (1974) de Esther Ferrer. Otros celebran la capacidad liberadora de la palabra, como Asier Mendizábal en Cinema (1999), cuando reproduce mensajes de lucha introducidos en las fábricas a través del cine o Mireia Sallarès en Literatura de rellano, una relectura (2014), cuando colgó textos literarios en los muros con los que se habían tapiado, para evitar que fueran ocupados, algunos pisos del edificio donde vivía. Hay quien da cuerpo fílmico a la inevitable subjetividad en todo acto de comunicación como Pierre Bismuth en Postscript/The Passenger (OV) (1996-2010) y quien performatiza sentencias teóricas como Valie Export en Cutting (1967-1968), recordándonos, como decía Marshall McLuhan, que “El contenido de la escritura es la palabra”. Son textos que hacen cosas o experiencias lectoras desde el arte.