Promover la accesibilidad en un museo o centro de arte contemporáneo –(no) hablo (sólo) del MACBA– implica ciertas contradicciones. Cuatro comentarios sobre una de ellas, que considero que es urgente hacer. La extensión del presente texto obliga a la simplificación, casi al panfletismo, de modo que no es necesario excusarse por las evidentes limitaciones de lo que voy a plantear. 

El arte contemporáneo es, entre muchas otras cosas, un campo discursivo. En ese campo –(no) hablo (sólo) del MACBA–, la retórica crítica, contranormativa, emancipacionista y antiinstitucional se desarrolla como en un invernadero templado y abonado. Esta retórica no sólo se da ahí, sino que se promueve, se estimula, se busca y se explota. A veces incluso parece que haya cierto dopaje discursivo, o un alto Impuesto Verbal Añadido (expresión que tomo prestada de Xavier Bassas Vila); un juego especulativo o una «financierización» discursiva que no deja de adquirir rasgos irónicos cuando se contrapone críticamente al neoliberalismo de casino. Aunque en esta discursividad crítica suelen tener más protagonismo la sexualidad o la racialidad, la discapacidad se integra cada vez más en ella, tejiendo alianzas productivas (por ejemplo, en la dupla queer-crip). Todo ello significa que, en este contexto cultural, esta retórica no es tan antiinstitucional como se pretende; que, pese a la frecuencia con que apela a la memoria política y estética de la vanguardia, no es tan vanguardista como parece; más bien se trata de una retórica hegemónica, que se produce y se distribuye como un bien de consumo, no sólo característico, sino distintivo (en el sentido de distinción y acreditación) de la esfera cultural del arte contemporáneo. No hago más que recuperar el diagnóstico sobre las contradicciones culturales del capitalismo de Daniel Bell, diagnóstico cuestionable pero que no es fácil de expurgar.

No tengo intención de valorar los contenidos de esta discursividad crítica; me ocupo exclusivamente de la contradicción que se constata en el ámbito del arte contemporáneo. Y esta es evidente –(no) hablo (sólo) del MACBA–: en el campo de la accesibilidad (el único sobre el que me siento mínimamente legitimado para hablar) la crítica emancipacionista se da en un espacio (casi) desierto de personas con discapacidad. La reflexividad exacerbada sobre la identidad (la que, por ejemplo, podría considerar con desdén que yo todavía escriba, a día de hoy, «personas con discapacidad») convive con un bloqueo, e incluso con un claro retroceso –(no) hablo (sólo) del MACBA– de los logros en igualdad de oportunidades. Exposiciones y actividades con contenidos heteronormativos radicales excluyen sistemáticamente la participación de las personas con diversidad funcional por incumplimiento de unas mínimas condiciones de accesibilidad. Aunque no siempre sea así, a veces el discurso antinormativo y antijurídico (en el que a menudo se confunde la crítica de la burocracia con la crítica del derecho) resulta nefasto: porque, ya sea intencionalmente o por inconciencia, se obvia una memoria de más de veinte años en leyes y normativas que, pese a sus carencias y contradicciones, establecen la igualdad de derechos para las personas con discapacidad. Aunque no siempre sea así, a veces el discurso antiinstitucional resulta nefasto: porque ante la negativa o la dificultad de negociación con artistas y comisarios/as (ante quienes el /la «técnico/a» de accesibilidad tiene siempre una posición simbólica y organizativa subalterna), el apoyo y la asunción de ciertos principios por parte de la institución museística pude ser la única diferencia entres «salvar los muebles» y la ausencia total de medidas de accesibilidad.

No estoy afirmando que el superávit discursivo sea la causa del déficit material y estructural en temas de accesibilidad. Lo que afirmo es que, como mínimo, se ha roto la correa de distribución entre lo que, siguiendo a Nancy Fraser, podríamos denominar demandas de reconocimiento y necesidades de redistribución en el ámbito de la discapacidad. Es necesario recuperar esta interrelación para contrarrestar otras retóricas que también ocupan el campo discursivo de la cultura y del arte contemporáneo, y que pueden tener peores consecuencias. Pienso en cómo el filantrocapitalismo se está incorporando progresivamente en instituciones culturales públicas que no tienen la responsabilidad corporativa de dedicar una parte de sus beneficios a compensar posibles perjuicios sociales de una actividad económica, sino que tienen por función la preservación, difusión y actualización de la cultura, la educación y la participación en correspondencia a derechos ciudadanos. Y hablo de «retórica» porque también en este caso nos enfrentamos al peligro de un cascarón vacío de contenido: una accesibilidad que, dependiendo de una responsabilidad social corporativa sin dotación económica, ni técnica ni humana, deja a las personas con discapacidad sin capital ni filantropía. (no) Hablo (sólo) del MACBA.

Guillem Martí es consultor y educador de accesibilidad.

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