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La superposición de las respectivas experiencias de Le Corbusier y Jean Genet en la ciudad de Barcelona a principios de la década de 1930 invita a considerar una modernidad próxima en espacio y tiempo. Le Corbusier visitó Barcelona y recorrió su centro urbano con el objetivo de diagnosticarlo y reformarlo. La propuesta del Pla Macià para una "Nueva Barcelona" aplicaba, en consecuencia, un principio higienista que aspiraba a erradicar la degradación social. Contrariamente, Jean Genet, que deambuló por el Barrio Chino poco después de que lo hiciera Le Corbusier, comulgó con los aspectos más abyectos de la calle. Su novela Diario del ladrón, publicada en 1949, rendía cuentas del tiempo transcurrido en Barcelona, así como en otras ciudades europeas. De modo que
tanto la modernidad asociada al racionalismo, comprometida con un saneamiento físico y moral, como aquella otra que explora lo informe y lo marginal coincidieron en el tiempo y en el espacio de aquella Barcelona. Las implicaciones estéticas de estas formas de vida quedan, en esta presentación de la Colección MACBA, ligadas a condiciones urbanas. El diorama del Pla Macià que preside esta sección delimita el escenario de estas tensiones. Pero la visión que anunciaba el diseño de una ciudad moderna y la ambiciosa destrucción que implicaba no llegaron a realizarse. La Guerra Civil truncó los planes de esta reforma urbana.

En el año 2000, una película documental realizada por José Luis Guerín, que llegaría a convertirse en referente del nuevo cine documental producido en Barcelona, ensamblaba un friso de la transformación de la ciudad que, tras un esponjamiento, abrió paso al Raval que conocemos hoy. En construcción deja constancia del derribo de inmuebles y la llegada de nuevos habitantes al barrio en el que se encuentra el MACBA, una dinámica de progreso que se apoyará en la gentrificación. En uno de los pasajes más conocidos de la película, la cámara atiende a los comentarios de un grupo de vecinos. El hallazgo de tumbas antiguas provoca un encuentro fortuito entre individuos de orígenes muy distintos cuyas voces recrean una heterogeneidad nada desdeñable. Su forma de preguntarse acerca de la historia que encierran los huesos descubiertos en la tumba se expresa con un lenguaje demótico, propio de clases populares. La tensión entre las diferentes representaciones de la ciudad –la que emerge de la experiencia de la calle y la que percibe la ciudad como un proyecto– dará lugar a una importante saga de producción documental en torno al conflicto urbano en la ciudad de Barcelona, iniciada con esta película de Guerín.

Sin embargo, esta representación de lo popular puede llegar a convertirse en un estigma que sobredetermine la percepción de una zona de la ciudad como esta. A finales de los años veinte, el Distrito v ya era objeto de una cobertura mediática que combinaba la degradación moral y la ruina física del espacio urbano. Tales relatos adquirieron la categoría propia de un género periodístico. La explosión del reporterismo hizo célebre el Barrio Chino como lugar asociado a la nocturnidad y a un peligro que a menudo ocupaba las portadas de revistas como Estampa, Crónica, La Linterna o Imatges. Pero incluso críticos como Sebastià Gasch relataban incursiones en el Distrito v, ávidos de un repertorio estético desconcertante e incompatible con el buen gusto. En un artículo publicado en La Veu de Catalunya, en 1929, Gasch afirmaba de manera vehemente que prefería la inspiración procedente de aquellas calles antes que la visita a exposiciones: "Me gustan las cosas vivas. Detesto las cosas muertas." A continuación enumeraba un itinerario de calles en las que destacaba "todas esas maravillas insignificantes que descubrimos emocionados –Joan Miró y yo– en nuestras frecuentes excursiones por el distrito quinto, mucho más impresionante que ciertos itinerarios podridos de arqueología muerta". Las fotografías de los grafitis de Brassaï podrían constituir el reverso de esta arqueología a la que se refería Gasch. En este caso la calle también produce un repertorio de signos que podrían constituir un habla auténtica, libre de mediaciones e inscrita sobre el muro que más tarde se convertirá en objeto estético. Las investigaciones de Antoni Tàpies con la pintura matérica darán respuesta a ello.

Pero los mismos lugares citados por Sebastià Gasch pueden seguirse a través de una secuencia fotográfica que Josep Domínguez, un funcionario municipal encargado de levantar acta del estado de las calles con fines administrativos, realizó alrededor de 1932. L'Arc del Teatre, el Carrer de l'Est, el Carrer del Migdia o el Carrer de la Volta d’en Cirés configuran una geografía que servirá de escenario real para películas como La bandera (1934), en la que un delincuente huido de París encuentra refugio en esta Barcelona canalla, de calles densamente pobladas. Los carnets de Le Corbusier correspondientes a la época en la que se mueve por esta zona de la ciudad están llenos de apuntes de desnudos femeninos. La atracción que despiertan en él prostitutas y gitanas permite aventurar que el arquitecto suizo identificaba la ciudad con un cuerpo femenino, y que pensaba que su exotismo requería una normalización. En uno de los apuntes, se aprecia el perfil de una Barcelona vista desde el mar, con la montaña de Montjuïc y los rascacielos que Le Corbusier proyectaba en primera línea. La silueta de la ciudad recorre transversalmente el cuerpo desnudo de la mujer dibujada, un ejemplo de la persistente feminización de la ciudad. Bastaría con enumerar los abundantes títulos de una literatura popular que narrativizó esta percepción sexuada de la degradación urbana para comprobar hasta qué punto la ciudad se había convertido en mujer.

Así pues, más allá de una modernidad próxima en espacio y tiempo como la que representan Le Corbusier y Jean Genet, no existe una producción estética que, sin incurrir en una práctica documental, asuma estas condiciones urbanas. Las esculturas y relieves de Joaquín Torres García, los móviles de Alexander Calder, ambos de 1931 y realizados en Barcelona, o Construcció lírica de Leandre Cristòfol, de 1934, abren la Colección MACBA a un periodo que se extenderá hasta principios de los años cincuenta. Del mismo modo que la escultura de Leandre Cristòfol de principios de los años treinta se percibe indistintamente como afiliada a los objetos surrealistas y a la tradición de la escultura constructivista, las pinturas de Antoni Tàpies, Lucio Fontana y Salvador Dalí
muestran lo insuficiente que puede resultar una categoría como el informalismo.

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