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Conferencia impartida por Chantal Mouffe
dentro del seminario
Globlalización y diferenciación cultural, 19 y 20 de marzo,
MACBA-CCCB, 1999
Por una política de identidad democrática
En las últimas décadas, la buena disposición
para contar con categorías como la «naturaleza humana»,
la «razón universal» y el «sujeto autónomo
racional» se ha puesto en duda cada vez con mayor frecuencia. Desde
distintos puntos de vista, pensadores muy diversos han criticado la idea
de una naturaleza humana universal, de un canon universal de racionalidad
a través del cual pueda conocerse dicha naturaleza, así
como la posibilidad de una verdad universal. Esta crítica del racionalismo
y del universalismo, a la que a veces se denomina «posmoderna»,
es considerada por autores como Jürgen Habermas como una amenaza
al ideal democrático moderno. Afirman que existe un vínculo
necesario entre el proyecto democrático de la Ilustración
y su enfoque epistemológico y que, por consiguiente, criticar el
racionalismo y el universalismo significa socavar los propios cimientos
de la democracia. Esto explica la hostilidad de Habermas y sus seguidores
hacia las distintas formas de posmarxismo, postestructuralismo y posmodernismo.
Mi propósito aquí es discrepar con esta tesis y sostener
que sólo sacando todas las consecuencias de la crítica al
esencialismo que constituye el punto de convergencia de todas las
llamadas tendencias post será posible captar la naturaleza
de lo político y reformular y radicalizar el proyecto democrático
de la Ilustración. Creo que resulta apremiante comprender que el
marco racionalista y universalista en el que ese proyecto fue formulado
hoy se ha convertido en un obstáculo para la adecuada comprensión
de la etapa actual de la política democrática. Este marco
debería descartarse y esto puede hacerse sin tener que abandonar
el aspecto político de la Ilustración, representado por
la revolución democrática.
En esta cuestión deberíamos seguir el ejemplo de Hans Blumenberg,
que en su libro The Legitimacy of the Modern Age (1) distingue
dos lógicas distintas en la Ilustración, una de «autoafirmación»
(política) y otra de «autofundamentación» (epistemológica).
Según Blumenberg, históricamente estas dos lógicas
han estado articuladas, pero no existe necesariamente una relación
entre ambas y pueden separarse sin problemas. Por consiguiente, es posible
discriminar entre lo que es realmente moderno la idea de «autoafirmación»
y lo que es meramente una «reocupación» de una posición
medieval; es decir, un intento de dar una respuesta moderna a una pregunta
premoderna. Según Blumenberg, el racionalismo no forma parte esencial
de la idea de autoafirmación sino que es un residuo de la problemática
absolutista medieval. Esta ilusión autofundamentadora inseparable
de su esfuerzo por liberarse de la teología hoy en día
tendría que abandonarse; la razón moderna debería
reconocer sus límites. Sólo cuando acepte el pluralismo
y la imposibilidad del control total y de la armonía final se liberará
la razón moderna de su legado premoderno.
Este enfoque pone de manifiesto lo inadecuado del término «posmodernidad»
cuando se usa para designar un periodo histórico completamente
distinto que significaría una ruptura con la modernidad. Cuando
caemos en la cuenta de que el racionalismo y el universalismo abstracto,
lejos de ser elementos constitutivos de la razón moderna, eran
en realidad reocupaciones de posiciones premodernas, está claro
que cuestionarlos no implica un rechazo de la modernidad sino una aceptación
de las posibilidades inscritas en ella desde el principio. Esto también
nos ayuda a comprender por qué la crítica del aspecto epistemológico
de la Ilustración no cuestiona su aspecto político de autoafirmación
sino que, por el contrario, puede contribuir a fortalecer el proyecto
democrático.
La crítica del esencialismo
Uno de los avances fundamentales de lo que he llamado la crítica
del esencialismo ha sido la ruptura con la categoría del sujeto
como entidad transparente racional que podía transmitir un significado
homogéneo en el campo total de su conducta al ser el origen de
sus propias acciones. El psicoanálisis ha demostrado que la personalidad,
en lugar de estar organizada en torno a la transparencia de un ego, se
estructura en varios niveles que se encuentran fuera de la conciencia
y la racionalidad del sujeto. Por lo tanto, ha desacreditado la idea del
carácter necesariamente unificado del sujeto. La principal afirmación
de Freud es que la mente humana está sujeta necesariamente a una
división entre dos sistemas, uno de los cuales no es ni puede ser
consciente. El autodominio del sujeto un tema central de la filosofía
moderna es precisamente lo que él sostiene que nunca puede
alcanzarse. Siguiendo a Freud y ampliando su perspectiva, Lacan puso de
manifiesto la pluralidad de registros lo simbólico, lo real
y lo imaginario que permean toda identidad, así como el lugar
del sujeto como el lugar de la carencia, que a pesar de estar representado
dentro de la estructura, es el lugar vacío que al mismo tiempo
subvierte y es la condición de la constitución de cualquier
identidad. La historia del sujeto es la historia de sus identificaciones
y no hay ninguna identidad oculta a rescatar más allá de
estas últimas. Hay, pues, un doble movimiento. Por una parte, un
movimiento de descentramiento que impide la fijación de un conjunto
de posiciones en torno a un punto preconstituido. Por otra parte, y como
resultado de esta no fijación esencial, tiene lugar el movimiento
opuesto: la institución de puntos nodales, fijaciones parciales
que limitan el flujo del significado bajo el significante. No obstante,
la dialéctica de no fijación y fijación sólo
es posible porque la fijación no es algo dado previamente, porque
ningún centro de subjetividad precede a las identificaciones del
sujeto.
Creo que es importante subrayar que esta crítica de las identidades
esenciales no se limita a cierta corriente de la teoría francesa
sino que se encuentra en las filosofías más importantes
del siglo XX. Por ejemplo, en la filosofía del lenguaje del último
Wittgenstein también hallamos una crítica de la concepción
racionalista del sujeto que indica que éste no puede ser el origen
de significados lingüísticos, ya que el mundo se nos revela
a través de la participación en distintos juegos del lenguaje.
Encontramos la misma idea en la hermenéutica filosófica
de Gadamer, en la tesis de que existe una unidad fundamental entre el
pensamiento, el lenguaje y el mundo, y que es en el interior del lenguaje
donde se constituye el horizonte de nuestro presente. En otros autores
encontramos otras críticas similares de la centralidad del sujeto
en la metafísica moderna y de su carácter unitario, por
lo que podemos afirmar que, lejos de limitarse al postestructuralismo
o al posmodernismo, la crítica del esencialismo constituye el punto
de convergencia de las corrientes filosóficas contemporáneas
más importantes.
El antiesencialismo y la política.
En Hegemonía y estrategia socialista(2) intentamos extraer
las consecuencias de esta crítica del esencialismo en favor de
una concepción radical de la democracia articulando algunas de
sus perspectivas con la concepción gramsciana de hegemonía.
Esto nos llevó a situar la cuestión del poder y el antagonismo
y su carácter indeleble en el centro de nuestro enfoque. Una de
las principales tesis del libro es que la objetividad social está
constituida a través de los actos de poder. Esto significa que,
en última instancia, cualquier objetividad social es política
y tiene que mostrar los indicios de exclusión que gobierna su constitución:
lo que, siguiendo a Derrida, denominamos su «exterior constitutivo».
No obstante, si un objeto ha inscrito en su propia esencia algo que no
forma parte de sí mismo; si, como resultado, todo es construido
como diferencia, su esencia no puede concebirse como pura «presencia»
u «objetividad». Esto indica que la lógica de la constitución
de lo social es incompatible con el objetivismo y el esencialismo dominantes
en las ciencias sociales y el pensamiento liberal.
El punto de convergencia o más bien de colapso mutuo
entre objetividad y poder es lo que hemos denominado «hegemonía».
Esta forma de plantear el problema indica que el poder no debe considerarse
como una relación externa que tiene lugar entre dos identidades
preconstituidas, sino que más bien constituye dichas identidades.
Esto es crucial. Porque si el «exterior constitutivo» está
presente en el interior como su posibilidad siempre real, en ese caso
el interior se convierte en un acuerdo puramente contingente y reversible
(en otras palabras, el acuerdo hegemónico no puede reivindicar
ninguna otra fuente de validez que la base de poder en la que se fundamenta).
La estructura de la mera posibilidad de cualquier orden objetivo, revelada
por su mera naturaleza hegemónica, se muestra en las formas que
asume la subversión del signo (es decir, de la relación
entre significante y significado). Por ejemplo, el significante «democracia»
es muy distinto cuando se fija a cierto significado en un discurso que
lo articule con el «anticomunismo», y cuando se fija a otro
significado en un discurso que hace que forme parte del significado total
de antifascismo. Al no existir un terreno común entre dichas articulaciones
en conflicto, no hay forma de subsumirlas bajo una objetividad más
profunda que dejaría al descubierto su auténtica y profunda
esencia. Esto explica el carácter irreductible y constitutivo del
antagonismo.
Las consecuencias de estas tesis para la política tienen un gran
alcance. Por ejemplo, según esta perspectiva, la práctica
política en una sociedad democrática no consiste en defender
los derechos de las identidades preconstituidas, sino más bien
en constituir dichas identidades en un terreno precario y siempre vulnerable.
Dicho enfoque también implica un desplazamiento de las relaciones
tradicionales entre «democracia» y «poder». Desde
un punto de vista socialista tradicional, cuanto más democrática
sea una sociedad, menor será el poder constitutivo de las relaciones
sociales. No obstante, si aceptamos que las relaciones de poder son parte
constitutiva de lo social, entonces la principal cuestión de la
política democrática no es cómo eliminar el poder
sino cómo constituir formas de poder que sean compatibles con los
valores democráticos. Lo que es específico del proyecto
de «democracia plural y radical» que propugnamos es reconocer
la existencia de relaciones de poder y la necesidad de transformarlas,
a la vez que se renuncia a la ilusión de que podríamos liberarnos
completamente del poder.
Otro rasgo diferenciado de nuestro enfoque tiene que ver con la cuestión
de la desuniversalización de los sujetos políticos. Lo que
intentamos es romper con todas las formas de esencialismo. No sólo
el esencialismo que se adentra en gran medida en las categorías
básicas de la sociología moderna y el pensamiento liberal,
según el cual toda identidad social está perfectamente definida
en el proceso histórico del despliegue del ser, sino también
con su opuesto total: cierto tipo de extrema fragmentación posmoderna
de lo social, que rechaza otorgar a los fragmentos cualquier tipo de identidad
relacional. Dicha visión nos deja con una multiplicidad de identidades
sin denominador común alguno y hace imposible distinguir entre
las diferencias que existen pero que no deberían existir y las
diferencias que no existen pero que deberían existir. En otras
palabras, al poner un énfasis exclusivo en la heterogeneidad y
la inconmensurabilidad, nos impide reconocer que ciertas diferencias se
construyen como relaciones de subordinación y, por lo tanto, que
deberían ser desafiadas por una política democrática
radical.
Democracia e identidad
Tras haber presentado un breve resumen de los principios básicos
de nuestro enfoque antiesencialista y de sus repercusiones generales para
la política, ahora me gustaría abordar algunos problemas
específicos relativos a la construcción de las identidades
democráticas. Voy a examinar cómo puede formularse dicha
cuestión dentro de un marco que rompa con la problemática
liberal racionalista tradicional y que incorpore nuevas perspectivas cruciales
de la crítica del esencialismo. Uno de los principales problemas
del marco liberal es que reduce la política a un cálculo
de intereses. Se presenta a los individuos como actores racionales movidos
por la búsqueda de la maximización de su interés
personal. Es decir, se percibe que actúan en el campo de la política
de una forma básicamente instrumental. La política se concibe
a través de un modelo elaborado para estudiar la economía,
como un mercado interesado por la asignación de recursos, en el
que se alcanzan compromisos entre intereses definidos independientemente
de su articulación política. Otros liberales, los que se
rebelan contra este modelo y desean crear un vínculo entre política
y ética, creen que es posible crear un consenso universal y racional
por medio del libre debate. Creen que al relegar los temas problemáticos
a la esfera privada, será suficiente con un acuerdo racional sobre
los principios para administrar el pluralismo de las sociedades modernas.
Para ambos tipos de liberales, todo lo que tenga que ver con las pasiones
y los antagonismos, todo lo que pueda llevar a la violencia es percibido
como arcaico e irracional, como residuos del pasado, de una era en que
el «dulce comercio» aún no había establecido
la preeminencia del interés por encima de las pasiones.
Este intento de aniquilar lo político, sin embargo, está
condenado al fracaso porque no puede domesticarse de esta forma. Como
señaló Carl Schmitt, la energía de lo político
puede proceder de las fuentes más diversas y surgir de múltiples
relaciones sociales diferentes: religiosas, morales, económicas,
étnicas o de otro tipo. Lo político tiene que ver con la
dimensión del antagonismo presente en las relaciones sociales,
con la posibilidad siempre presente de que la relación «nosotros/ellos»
se construya en términos de «amigo/enemigo». Negar
esta dimensión de antagonismo no la hace desaparecer, sólo
lleva a la impotencia al reconocer sus distintas manifestaciones y al
tratar con ellas. Esto explica que un enfoque democrático tenga
que aceptar el carácter indeleble del antagonismo. Una de sus tareas
principales es plantearse modos de distender las tendencias a la exclusión
presentes en todas las construcciones de identidad colectiva.
Para aclarar la perspectiva que estoy presentando, propongo distinguir
entre «lo político» y la «política».
Con la expresión «lo político» me estoy refiriendo
a la dimensión de antagonismo inherente a toda sociedad humana,
un antagonismo que, como he dicho, puede adoptar múltiples formas
y puede surgir en relaciones sociales muy diversas. La «política»,
por otra parte, se refiere al conjunto de prácticas, discursos
e instituciones que intentan establecer un cierto orden y organizar la
coexistencia humana en condiciones que siempre son potencialmente conflictivas
porque se ven afectadas por la dimensión de «lo político».
En mi opinión, esta visión que intenta mantener unidos
los dos significados de polemos y polis, de donde deriva la idea de política
es crucial si queremos ser capaces de proteger y consolidar la democracia.
Al examinar esta cuestión, el concepto del «exterior constitutivo»
al que me he referido más arriba resulta particularmente útil.
Tal como lo concibió Derrida, su objetivo es poner de relieve el
hecho de que la creación de una identidad implica el establecimiento
de una diferencia, diferencia que a menudo se construye sobre la base
de una jerarquía: por ejemplo entre forma y materia, blanco y negro,
hombre y mujer, etc. Una vez hemos comprendido que toda identidad es relacional
y que la afirmación de una diferencia es una condición previa
para la existencia de cualquier identidad es decir, la percepción
de «otra» cosa que constituirá su «exterior»,
entonces podemos empezar a comprender por qué dicha relación
siempre puede convertirse en el caldo de cultivo del antagonismo. Al llegar
a la creación de una identidad colectiva, básicamente la
creación de un «nosotros» por la demarcación
de un «ellos», siempre existe la posibilidad de que esa relación
de «nosotros» y «ellos» se convierta en una de
«amigos» y «enemigos»; es decir, que se convierta
en una relación de antagonismo. Esto sucede cuando el «otro»,
que hasta entonces se había considerado simplemente como diferente,
empieza a ser percibido como alguien que cuestiona nuestra identidad y
amenaza nuestra existencia. A partir de ese momento, cualquier forma que
adopte la relación «nosotros/ellos» (tanto si es religiosa
como étnica, económica o de otro tipo) pasa a ser política.
Sólo cuando reconozcamos esta dimensión de «lo político»
y comprendamos que la «política» consiste en domesticar
la hostilidad e intentar distender el antagonismo potencial que existe
en las relaciones humanas, podremos plantearnos la cuestión fundamental
de la política democrática. Esta cuestión, con el
permiso de los racionalistas, no es cómo llegar a un consenso racional
alcanzado sin exclusiones o, en otras palabras, no es cómo establecer
un «nosotros» que no tenga el correspondiente «ellos».
Esto es imposible porque no puede existir un «nosotros» sin
un «ellos». Lo que se está planteando es cómo
establecer esta distinción «nosotros/ellos» de modo
que sea compatible con la democracia pluralista.
En el ámbito de la política, esto presupone que el «otro»
ya no es percibido como un enemigo a destruir, sino como un «adversario»;
es decir, como alguien cuyas ideas vamos a combatir pero cuyo derecho
a defender dichas ideas no vamos a cuestionar. Podríamos afirmar
que el objetivo de la política democrática es transformar
el «antagonismo» en «agonismo». La principal tarea
de la política democrática no es eliminar las pasiones ni
relegarlas a la esfera privada para hacer posible el consenso racional,
sino movilizar dichas pasiones de modo que promuevan formas democráticas.
La confrontación agonística no pone en peligro la democracia,
sino que en realidad es la condición previa de su existencia.
La especificidad de la democracia moderna reside en el reconocimiento
y la legitimación del conflicto y en el rechazo a reprimirlo imponiendo
un orden autoritario. Al romper con la representación simbólica
de la sociedad como un cuerpo orgánico característica
del modo holístico de organización social, la sociedad
democrática se abre a la expresión de valores e intereses
en conflicto. Por este motivo, la democracia pluralista no sólo
exige consenso en torno a un conjunto de principios políticos comunes
sino también la presencia de discrepancias e instituciones a través
de las cuales puedan manifestarse dichas divisiones. De ahí que
su supervivencia dependa de identidades colectivas que se forman en torno
a posiciones claramente diferenciadas, así como de la posibilidad
de elegir entre alternativas reales. La difuminación de las fronteras
políticas entre derecha e izquierda, por ejemplo, impide la creación
de identidades políticas democráticas y alimenta el desencanto
ante la participación política. Esto a su vez prepara el
terreno para el surgimiento de distintas formas de políticas populistas
articuladas en torno a cuestiones étnicas, religiosas o nacionalistas.
Cuando la dinámica agonística del sistema pluralista se
ve obstaculizada debido a la falta de identidades democráticas
con las que uno pueda identificarse, existe el riesgo de que se multipliquen
las confrontaciones sobre identidades esencialistas y valores morales
no negociables.
Una vez se reconozca que toda identidad es relacional y que se define
en función de la diferencia, ¿cómo podemos desactivar
la posibilidad de exclusión que conlleva? De nuevo aquí
la noción del «exterior constitutivo» puede resultarnos
de utilidad. Al subrayar el hecho de que el exterior es constitutivo,
se pone de manifiesto la imposibilidad de trazar una distinción
absoluta entre interior y exterior. La existencia del otro se convierte
en una condición de posibilidad de mi identidad, ya que sin el
otro yo no podría tener una identidad. Por consiguiente, toda identidad
queda irremediablemente desestabilizada por su exterior y el interior
aparece como algo siempre contingente. Esto cuestiona cualquier concepción
esencialista de la identidad y excluye cualquier intento de definir de
manera concluyente la identidad o la objetividad. Dado que la objetividad
siempre depende de una otredad ausente, siempre se hace eco y se ve necesariamente
contaminada por esta otredad. La identidad, por lo tanto, no puede pertenecer
a una persona sola, y nadie pertenece a una sola identidad. Podríamos
ir más allá y afirmar que no sólo no existen identidades
«naturales» y «originales», puesto que toda identidad
es el resultado de un proceso constitutivo, sino que este proceso en sí
debe verse como un proceso de hibridación y nomadización
permanentes. La identidad es, efectivamente, el resultado de una multitud
de interacciones que tienen lugar dentro de un espacio cuyo contorno no
está claramente definido. Numerosos estudios feministas o investigaciones
inspiradas por el enfoque poscolonial han demostrado que se trata siempre
de un proceso de «sobredeterminación», que establece
vínculos altamente intrincados entre las múltiples formas
de identidad y una compleja red de diferencias. Para una definición
apropiada de identidad, tenemos que tomar en consideración la multiplicidad
de discursos y la estructura de poder que la afectan, así como
la compleja dinámica de complicidad y resistencia que hace hincapié
en las prácticas en las que dicha identidad está implicada.
En lugar de ver las distintas formas de identidad como lealtades hacia
un lugar o como una propiedad, deberíamos comprender que se trata
de lo que está en juego en cualquier lucha política.
Lo que comúnmente denominamos «identidad cultural»
es simultáneamente el escenario y el objeto de la lucha política.
La existencia social de un grupo precisa de este conflicto. Es una de
las áreas principales en las que se ejerce la hegemonía,
puesto que la definición de la identidad cultural de un grupo al
referirse a un sistema específico de relaciones sociales particulares
y contingentes desempeña un papel crucial en la creación
de «puntos nodales hegemónicos». Dichos puntos definen
en parte el significado de una «cadena significadora» y nos
permiten controlar el flujo de significantes, así como controlar
temporalmente el campo discursivo.
Respecto a la cuestión de las identidades «nacionales»
tan crucial hoy nuevamente, la perspectiva basada en la hegemonía
y la articulación nos permite aceptar la idea de lo nacional, captar
la importancia de ese tipo de identidad, en lugar de rechazarla en nombre
del antiesencialismo o como parte de una defensa del universalismo abstracto.
Es muy peligroso ignorar la fuerte inversión libidinal que puede
movilizar el significante «nación» y es inútil
desear que todas las identidades nacionales puedan verse reemplazadas
por las llamadas identidades «posconvencionales». La lucha
contra el tipo exclusivo de nacionalismo étnico sólo puede
llevarse a cabo mediante la articulación de otro tipo de nacionalismo,
un nacionalismo «cívico» que manifieste lealtad a los
valores específicos de la tradición democrática y
a las formas de vida que la constituyen.
Contrariamente a lo que a veces se afirma, no creo que por poner
el ejemplo de Europa la solución pase por la creación
de una identidad «europea», concebida como una identidad homogénea
que pueda reemplazar a todas las demás identificaciones y lealtades.
No obstante, si la planteamos en términos de una «aporía»,
de un «doble genitivo», como sugería Derrida en El
otro cabo(3), entonces la noción de una identidad europea podría
ser el catalizador de un proceso prometedor, no muy distinto de lo que
Merleau-Ponty denominó el «universalismo lateral»,
que da a entender que lo universal está en el propio núcleo
de las especificidades y diferencias, y que está inscrito en el
respeto a la diversidad. Si concebimos esta identidad europea como una
«diferencia para sí», entonces estaremos concibiendo
una identidad en la que puede haber cabida para la otredad, una identidad
que demuestre la porosidad de sus fronteras y que se abra hacia ese exterior
que la hace posible. Al aceptar que sólo el hibridismo nos crea
como entidades diferenciadas, afirma y confirma el carácter nómada
de toda identidad.
Sostengo que, al resistir la tentación siempre presente de construir
la identidad en términos de exclusión y al reconocer que
las identidades comprenden múltiples elementos y que son dependientes
e interdependientes, una política democrática fundamentada
en un enfoque antiesencialista puede distender el potencial de violencia
que existe en toda construcción de identidades colectivas y crear
las condiciones para un pluralismo realmente «agonista». Dicho
pluralismo se basa en el reconocimiento de la multiplicidad en uno mismo
y de las posiciones contradictorias que conlleva dicha multiplicidad.
Su aceptación del otro no consiste en limitarse a tolerar las diferencias
sino en celebrarlas positivamente, puesto que reconoce que, sin alteridad
ni otredad, no es posible afirmar identidad alguna. También es
un pluralismo que valora la diversidad y las discrepancias y que reconoce
en ellas justamente la condición que posibilita una vida democrática
combativa.
Chantal Mouffe
(1) Este es el título de la traducción
al inglés (referencia completa:
The Legitimacy of the Modern Age [Cambridge, Mass.: MIT Press, 1986]).
Referencia del original: Die Legitimität der Neuzeit (Frankfurt Suhrkamp,
1999). No he encontrado que haya traducción al castellano, aunque
quizás exista alguna edición latinoamericana
(2) [Referencia completa: Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía
y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia
(Madrid: Siglo XXI, 1987).]
(3) [Referencia completa: Jacques Derrida, El otro cabo. La democracia
para otro día (Barcelona: Ediciones del Serbal, 1992).]
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