Arte crítico y conflictos sociales

Vivimos un momento en el que, con la justificación de un supuesto antiidealismo y de la desaparición del Sujeto, nociones con las de esfera pública, espacio crítico o antagonismo de clase tienden a desaparecer y, todavía más, a ser consideradas innecesarias. Hoy día presenciamos la aparición de múltiples subjetividades políticas (étnica, gay, ecológica, feminista, religiosa...). En la mayoría de casos, pero, este multiculturalismo celebra más bien la diversidad de estilos y diferencias esencialmente sustentadoras de un Uno subterráneo, en el cual se oblitera la productiva diferencia radical y antagónica. La verdad, para estos múltiples sexos, es lo Unisex, la supresión de la diferencia en favor de un todo que es el contenedor de la multitud. Esta supresión se sustenta, sin duda, en la exclusión del espacio público: el lugar común en el que las identidades plurales pueden confluir y actuar como antagonistas, y que constituye la base de todo proyecto democrático.

En el ámbito político, el multiculturalismo no deja de ser uno de los aspectos dominantes de la ideología del capital en una economía globalizada, y sirve para ocultar diferencias más que para revelarlas. Así, por ejemplo, hemos asistido recientemente a una sucesión de exposiciones y manifestaciones artísticas en las que se nos presentaba el "nuevo" arte chino. Muestras como The New Chinese Art (San Francisco, MOMA, 1999) y, sobre todo, la 47 edición de la Bienal de Venecia fueron muy significativas. Mediante la inclusión masiva en la sección oficial de artistas de origen chino, la Bienal se hacía eco de los procesos de integración y homogeneización económica, financiera, comercial y técnica. Es cierto que, en exposiciones como esta, las diferencias entre Occidente y China desaparecen o quedan como mucho reducidas a meros caracteres formales. Y se ocultan problemas reales como, por ejemplo, que, en un mundo de transnacionales, China se está convirtiendo en la encargada de la reposición de la clase trabajadora de Occidente, o que en el mundo occidental el trabajo manual llega a ser considerado una auténtica obscenidad.


Como comentaba hace algunos años Julia Kristeva, se habla mucho del retorno del fascismo, del integrismo religioso, de los nacionalismos. Pero estos fenómenos no son más que enfermedades brutales y arcaicas, brotes pasajeros –esperemos– de nuestras sociedades que la democracia acabará neutralizando. El auténtico peligro proviene de un sistema que tiende a esquematizar la singularidad –aunque sea de un modo tan perverso como el que teorizan y proclaman ciertos defensores del multiculturalismo– y a privar a los individuos de su especificidad psíquica. En la sociedad actual, lo que de excepcional tiene el ser humano corre el riesgo de ser banalizado. Hoy, todo el mundo parece acomodarse a una jerarquía estandarizada de la imagen que se espera de cada persona... Simultáneamente, los individuos asumen cada vez menos sus propias responsabilidades. La finalidad de la cultura resulta hoy muy problemática. La cultura como rebelión crítica nacida en la Grecia antigua, la cultura como elemento liberador, corre el riesgo de desaparecer mientras se transforma cada vez más en un producto listo para ser consumido.

En este contexto –y precisamente desde el momento en el que nueva sociedad del espectáculo empezó a adquirir carta de naturaleza– se produjo la reacción de grupos de intelectuales y artistas que, después de la II Guerra Mundial, consideraron imprescindible el retorno a una cultura de la rebelión que permitiera conservar nuestra realidad psíquica y cultivar la memoria y la subjetividad. Este sería, especialmente, el caso de Guy Debord y los demás miembros de la Internacional Situacionista, los cuales, desde finales de los años cincuenta, elaboraron estrategias de acción en las que se replanteaba el papel del artista, de su actividad y de su relación con el espectador en el contexto de la nueva sociedad. Nos encontrábamos ante la lógica evidente de que, fatalmente, todo acto de rebelión, al menos tal como había sido concebido por la modernidad, acaba siendo asimilado por el sistema que lo hace posible. Su influencia en muchos artistas posteriores, como Gordon Matta-Clark o, incluso, figuras o grupos de la cultura popular, como Malcolm McLaren o los Sex Pistols, ha sido evidente. La importancia que tuvieron determinadas prácticas cinematográficas en las estrategias de los situacionistas también ha sido especialmente importante para entender las obras de artistas actuales que utilizan la actividad cinematográfica de una manera incompatible con la economía del espectáculo.

La mayoría de los artistas incluidos en esta muestra son conscientes del riesgo que supone actuar en la cultura y, al mismo tiempo, oponerse a esa misma cultura e, incluso, a toda cultura entendida como entidad separada de la realidad del mundo. Uno de los aspectos que tratan de dilucidar es como enfrentarse individualmente a lo que hoy parece la forzosa asimilación institucional del arte. Siguiendo a Duchamp, artistas como Marcel Broodthaers en los setenta o Philippe Thomas en los ochenta y noventa encontraron la solución transformando sus exposiciones en décors, o haciendo que sus obras (en el caso de Thomas) las firmasen los mismos coleccionistas. De esa manera anticipaban, en cierto modo preveían, el destino final del objeto artístico cuando es asimilado por el sistema artístico: eso es, su conservación, literalmente sacralizado, en un contenedor que permite los desplazamientos en el tiempo y el espacio, la multiplicidad de la propiedad y la atribución de significado.

Todavía basados en un espíritu idealista y romántico, muchos de los postulados de la modernidad configuraban un lugar ideal y utópico, así como un lenguaje supuestamente natural y espontáneo. La encarnación perfecta de ese lugar utópico es el museo, en el que un número indeterminado de artefactos es agrupado de acuerdo con una lógica interna que tiende a desdibujar toda diversidad histórica o geográfica. El arte en el museo se convierte de ese modo en una categoría ontológica no creada por hombres en circunstancias históricas determinadas, sino por la noción del Hombre universal y ahistórico. En consecuencia, se ha tendido a considerar la historia como algo único y coherente, escrito con nombres propios, y adscrito a una evolución formal que ahora parece rota por una especie de eclecticismo global que, como decíamos, no hace más que reemplazar una idea de sujeto con otra. De ese modo, no es de extrañar que todavía existan movimientos y proyectos artísticos marginados, y claramente desfigurados, en nuestra historia reciente. Así, el papel que tuvieron en los EE.UU. grupos como Art Workers’ Coalition, Women Artists and Revolution, o acontecimientos como el Artists’ Protest Tower el 1966, Angry Arts (1967), o la exposición Information (1970), han sido silenciados.

Del mismo modo, una de las percepciones más significativamente erróneas con relación a los principios de las nuevas actitudes críticas en el mundo del arte en la época contemporánea ha consistido en reconocer la importancia del minimalismo únicamente en cuanto última versión en la historia de la abstracción, la culminación de "el arte por el arte". No obstante, como invitación al activismo y a un arte de carácter político y "realista", el dispositivo minimalista (especialmente en lo referente al mundo de la danza y la música) presupone una ruptura con el espacio idealista de la escultura tradicional, e introduce en la obra de arte la cuestión de la percepción del espacio de la realidad social, así como estrategias antirretóricas y antiexpresivas, no jerárquicas. Esquemáticamente, la evolución de un cierto formalismo hacia el activismo social se puede observar muy claramente en artistas como Yvonne Rainer, Hans Haacke, Carl Andre o Adrian Piper. A partir de un determinado momento, las obras de estos artistas reformulan la relación tradicional entre objeto y espectador. Los resultados son abiertos y garantizan al espectador un importante grado de interacción y control sobre la experiencia artística, sin precedentes hasta ese momento. Se trata de presencias literales que ponen en cuestión la capacidad de los objetos para transcender el mundo real y trasladarlo al ámbito del arte. Entre el espectador y el objeto se establece una interrelación "teatral", un teatro que tal vez implica precisamente la representación de la negación del mismo arte, y supone, también, una aproximación crítica a como son las cosas en el mundo previamente ordenado. Es una experiencia absolutamente dependiente de percepciones literales, totalmente incompatibles con la pintura y escultura modernistas, idealizadas y armónicas.


Manuel J. Borja-Ville
l